Llegada de la decoradora (Fragmento extraviado de novela)
Como una historia con muchas flores y jardines, llena de aromas y murmullos de agua; como una noche enferma de estrellas y plagada de los mismos rostros de la luna; como la vida misma que, secreta y pudorosa, se nos va arrimando por los callejones ocultos de nuestras respectivas soledades, así la vimos llegar.
Colgado del hombro el maletín de piel donde adivinamos que cabían todas, absolutamente todas, sus pertenencias. En la boca lucía una sonrisa diminuta con la que se defendía precariamente de todas las nostalgias que parecía arrastrar en cada paso; la misma sonrisa que la inmunizaba de nuestras miradas perspicaces. Bajó del único autobús destartalado que sigue llegando a San Juan —el resto de la flotilla es asquerosamente último modelo—. Tenía que llegar en éste ómnibus precisamente porque si no hubiese sido como si no lo hubiera hecho.
No era muy tarde pero ya costaba trabajo distinguirle las facciones. El cuello subido de la gabardina no ayudó mucho. Nosotros imaginábamos la belleza cada que veíamos bajar una mujer con facha citadina; deseábamos con vehemencia que la siguiente fuese una linda mujer, y que trajese el amor consigo. Y aquí estaba ella. Retraída y con un gesto indescifrable que se le perdía, aún más, en medio del alboroto de cabellos.
Era marzo y el viento hacía lo suyo con faldas y gabardinas. También hacía calor y, ante los bochornos de las tardes quietas sanjuaninas, nos sentábamos en los portales, a la sombra, frente a la cantina de Flor del Carmen; bebíamos cerveza oscura de barril desde las cuatro de la tarde instigados por los buenos modos de la anfitriona. Nos quedábamos a veces hasta otro día, unos sobrios, otros no, como esperando que al fin algo nuevo pasara en San Juan. Con ese ánimo, viendo poblarse el cielo con negros nubarrones, la vimos llegar. Yo les dije: “Miren muchachos, ésta es la buena” Voltearon a ver la figura que dudaba a dónde dirigirse. Luego me miraron y soltaron la carcajada. No los traté de imbéciles porque ya para esas horas estaban subidos de copas o, más bien, subidos de tarros. Además que ya no hizo falta mandarlos callar. Ellos solos se quedaron como muertos, quietecitos y mudos, cuando la recién llegada enfiló derecho a la cantina. La vimos entrar. Nadie reía. Todos interrumpieron sus charlas para escucharla pedir una copa de vino blanco, “Bien frío, por favor”
A los que compartían mi mesa les dije con regocijado orgullo: “Ya lo ven babosos. Esta es la buena. Es ella, la decoradora” Y nadie se atrevió a contrariarme.
Colgado del hombro el maletín de piel donde adivinamos que cabían todas, absolutamente todas, sus pertenencias. En la boca lucía una sonrisa diminuta con la que se defendía precariamente de todas las nostalgias que parecía arrastrar en cada paso; la misma sonrisa que la inmunizaba de nuestras miradas perspicaces. Bajó del único autobús destartalado que sigue llegando a San Juan —el resto de la flotilla es asquerosamente último modelo—. Tenía que llegar en éste ómnibus precisamente porque si no hubiese sido como si no lo hubiera hecho.
No era muy tarde pero ya costaba trabajo distinguirle las facciones. El cuello subido de la gabardina no ayudó mucho. Nosotros imaginábamos la belleza cada que veíamos bajar una mujer con facha citadina; deseábamos con vehemencia que la siguiente fuese una linda mujer, y que trajese el amor consigo. Y aquí estaba ella. Retraída y con un gesto indescifrable que se le perdía, aún más, en medio del alboroto de cabellos.
Era marzo y el viento hacía lo suyo con faldas y gabardinas. También hacía calor y, ante los bochornos de las tardes quietas sanjuaninas, nos sentábamos en los portales, a la sombra, frente a la cantina de Flor del Carmen; bebíamos cerveza oscura de barril desde las cuatro de la tarde instigados por los buenos modos de la anfitriona. Nos quedábamos a veces hasta otro día, unos sobrios, otros no, como esperando que al fin algo nuevo pasara en San Juan. Con ese ánimo, viendo poblarse el cielo con negros nubarrones, la vimos llegar. Yo les dije: “Miren muchachos, ésta es la buena” Voltearon a ver la figura que dudaba a dónde dirigirse. Luego me miraron y soltaron la carcajada. No los traté de imbéciles porque ya para esas horas estaban subidos de copas o, más bien, subidos de tarros. Además que ya no hizo falta mandarlos callar. Ellos solos se quedaron como muertos, quietecitos y mudos, cuando la recién llegada enfiló derecho a la cantina. La vimos entrar. Nadie reía. Todos interrumpieron sus charlas para escucharla pedir una copa de vino blanco, “Bien frío, por favor”
A los que compartían mi mesa les dije con regocijado orgullo: “Ya lo ven babosos. Esta es la buena. Es ella, la decoradora” Y nadie se atrevió a contrariarme.
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