Para el retrato de Xavier
Era común encontrarlo en el jardín, en cuclillas entre rosas y crisantemos, escarbando con un palito en la tierra, alzando frente a sus ojos asombrados lombrices enredadas en la ramita, como espaguetis, grasientas, chocolatosas lombrices contorsionistas semejantes a cabellos chorreantes de górgona venida a menos; lodosas cuando a Xavier le daba por inundar una parte del jardín para sacarlas de sus túneles secretos, y ver pasar hormigas navegantes en sus naos de olivos, de higueras.
Después de maravillarse con el retorcimiento de los trocitos en que había cortado a los gusanos, el niño se tendía junto al agua mientras bajaba el nivel del charco. Entonces Xavier sentía que él también, como el líquido, se infiltraba en la tierra, y que todas las sabandijas que ahora escapaban dejando rastros sinuosos en el cieno no eran más que imaginaciones suyas, que todo eso estaba dentro de él y que nadie, si lo contaba, si lo escribía, si lo escuchaban, si lo leían, podría entenderlo.
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