Llevaba en los ojos el color de los sargazos
Antes de irse nos parecía muy pequeña, frágil como una margarita desprendida de tierra adentro que hubiese venido a parar en la costa. La habíamos encontrado en la mañana luminosa del día siguiente a la tormenta. Tenía la cabellera metida entre los dedos blancos de espuma que dejaba el océano en su afán de ganarla. Quizás había venido por sí misma a contemplar cómo la lluvia caía equivocadamente en el piélago teniendo tan cerca un páramo sediento al cual dar de beber. Lo cierto es que ahora la teníamos sólo para nosotros y no sabíamos cómo tratarla. Por instinto la metimos al agua para limpiarla de arena y caracolas. Una vez que estuvo seca le preguntamos ¿de dónde vienes?, y señaló las dunas. Echó a caminar hacia allá; nadie se atrevió a detenerla ni a decirle nada cuando se volvió a mirarnos. Desapareció tras la cresta de los médanos. Desde entonces, cada vez que hay tempestad, bajamos a buscarla al otro día, pero nunca está, sólo sus huellas infantiles que siguen el rastro espumoso de las olas del mar.
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