Historia con tarántulas I
De mi nacimiento no recuerdo nada y nadie me contó nada al respecto. Dudo que mamá me haya dado el pecho. En venganza yo se lo doy al pequeño que cuido y a su padre, me gusta hacerlo, me gustan los juegos. Me sacaron moribunda de la calle, mugrosa y con piojos, el viejo y el niño. De madrugada me arrojaron a la carreta; olía a tierra mojada y no estaba tan húmedo. Yo no quería ni abrir los ojos, escuché el traqueteo de las ruedas contra las piedras y, al salir de la ciudad, el chapoteo de los caballos en el sendero anegado, el piafar sereno de los cuacos; escuchaba el ulular de las lechuzas. Pensé que cualquier cosa era mejor a mi vida perdida en los callejones del villorrio. Imaginé un baño caliente, el agua mojando mi cuerpo que apenas respira bajo la costra de mugre; imaginé sábanas limpias y las manos velludas del viejo. Respiré profundo los pinos del bosque. Entonces sentí las tarántulas que avanzaban con seguridad en mi vientre y subían hasta los botones precisos de la blusa. No abrí los ojos, no podía. Me deje llevar por los movimientos sutiles de los arácnidos hasta que salvaron la muralla de tela y pude sentir las manitas, los dedos traviesos que pellizcaban apenas fuerte. Luego sentí los labios y las tarántulas pequeñas que el niño había soltado sobre mis piernas. El viejo latigueaba a los caballos.
Así llegué a la casa. Hago de todo y no pregunto nada; es más, no hablo. Jamás extraño las calles del villorrio y creo que al fin tendré comida tres veces al día.
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