Tiempo embotellado
Hoy, que los tiempos no andan para Rolex y siete de cada diez personas pasan doce horas al día atados a un reloj chino, me interesa escribir sobre la naturaleza de la atracción irresistible que siento por mi reloj de arena.
Si te regalan un Rolex, lo verás precioso; si te regalan uno chino, apreciarás lo práctico. Entonces, ¿qué me atrae de mi reloj de arena? Su estética: su forma es bella, como el número ocho, como el símbolo del infinito, como el número tres reflejado en el canto de un espejo; me gusta el brillo de los bulbos, el color de la arena, el material del marco y el trabajo, más o menos artesanal, que implica. Sin embargo, hay algo más allá de lo visible: con un reloj de arena la ilusión de poseer el tiempo adquiere un grado menos de incertidumbre porque ¿quién no se queda embelesado al poner a funcionar el artefacto y ver cómo caen los minutos, forman un cono en el bulbo de abajo, un vórtice en el de arriba, y sientes una angustia que crece como si fueras uno de esas pequeñas partículas minerales precipitadas a un abismo que recomienza cada vez que giramos el artificio? La fascinación que sentimos no es porque la arena que cae simbolice la vida que se nos escapa, sino por la posibilidad que tenemos de girar el reloj una vez más y ver pasar los granos que, por supuesto, nunca son los mismos; y pensar que vivir pueda ser algo como esto.
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