Recuerdos de la Mondragón
Hoy desperté sabiendo que podía disfrutar mis aventuras con Teté Mondragón sólo porque estar con ella era como escuchar el sonido de mis pelos cuando me rasco el sobaco: me gusta el sonido.
Ver su rostro poblado de lunares era también un poco como ir a recoger del tendedero mi camisa blanca durante una tarde nublada, cuando las moscas abundan.
Toda ella era un “como”. A veces me tomaba por sorpresa mientras buscaba alguna imagen divertida para comparar alguna parte de su cuerpo o sus gestos. Entonces no sabía como contestarle y, mientras buscaba una respuesta, ¡zas!, venía a mi mente la analogía. Nos quedábamos callados, viéndonos fijamente, saboreando la sonrisa. Luego le platicaba lo que estuve pensando y la risa se convertía en carcajada.
Eran verdaderamente deliciosas las tardes transcurridas entre cafeterías, parques y plazuelas, hasta terminar alcoholizados en algún Bar del Centro y de ahí a tomar el cuarto de algún hotelucho a pasar lo que restaba de la noche. Ya en el cuarto seguíamos con las analogías, agitando la cama en busca de metáforas corporales y dos que tres olvidos de nuestras respectivas vidas de casados. Lo de la rosa blanca era todo un rito; le quitaba el celofán y acariciaba con los pétalos todo el cuerpo desnudo de Teté; dejaba la rosa entre sus pechos y continuaba haciéndole el amor, contemplando la trilogía pecho-rosa blanca-el otro pecho.
Después la humedad nos mandaba rendidos a soñar con las moscas de mi camisa o con lustrosos pelos de sobaco que en el sueño podían ser castaños o azabaches, dependiendo de si el sobaco soñado era el mío o el de ella. Por lo general soñábamos uno las nalgas del otro y al momento del “charolazo” abríamos los ojos muy grandotes y nos preguntábamos invariablemente sorprendidos: “¿Quién jodidos eres tú?”
Nos despedíamos en la calle y cada uno tomaba por su lado llevando a cuestas el acuerdo mudo que se cumpliría sin remedio, cualquier otro día, en la mesa de un Café.
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