El portaaviones
En el funeral sus clientes dejaron legumbres selectas sobre su lápida con forma de portaaviones. Lo llamaban así porque le gustaba cultivar, como pantalla de otras especies mejor cotizadas, hortalizas. En lo suyo, era un detallista; en vez de flores, había que ver alguna de las canastas de mimbre cargadas de brócoli y espárragos, lechugas y zanahorias, que mandaba a sus clientas, y lo bien disimulado que iba el doble fondo con hojas de espinaca grandes y frescas.
Por más que la cicatriz que le cruzaba la cara le diera un aspecto fiero, él decía que era su pista de aterrizaje. No era un tipo pendenciero, no le agradaba llegar a las manos con proveedores de mayores alcances, ni con sus iguales o menores; de los primeros se mantenía alejado y a los otros los aquietaba con la Colt que su padre le había heredado. Bromeaba con eso: decía que a fulano lo había enfriado con una ‘col’ y, en efecto, junto al cuerpo siempre aparecía una de Bruselas. Como era lógico, además de sembrar vegetales, sembraba rencores. No supimos quién lo escabechó de dos tiros, pero junto a su cadáver encontraron un alcaucil y un ramito de brócoli. Nadie olvidará el catafalco naval ni la lluvia de ensalada con que sus clientas lo despidieron.
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