Las sombras de papá
Hace un rato terminé de clavar las tablas. El sol había estado alargando mi sombra durante varias horas, los martillazos hacían crecer la estructura del galpón. Concluía con el techo cuando Javier apareció.
—¡Otra vez papá! —gritó y se quedó esperando. Ésta vez no habría remedio. Apreté los dientes y el martillo; bajé por la escalera, y, mientras lo hacía, me percaté de que la montaña había ocultado mi sombra con la suya, el sol coloreaba cielo y nubes a lo Van Gogh—. ¡Date prisa! —chilló. No quise apresurarme, el remedio estaba en mis manos desde tiempo atrás, cuando mamá se fue dejando la nota: “No lo soporto. Escribiré cuando tenga paz”. Habían pasado un par de meses; aún estaría buscando la tranquilidad.
—Ya voy —respondí después de escupir los clavos que sobraban.
Javier tiró de la manga de mi camisa para hacer que me volviera. Papá nos observaba.
—Muchachos —vociferó—: ¿Llevaron el maíz al pueblo? Porque si no, a ver qué jodidos vamos a tragar mañana.
Javier apretaba mi brazo; tenía miedo.
—Sí, papá. Usted no se preocupe. Lo tengo previsto —dije al acercarme. No batallé para meterlo al galpón; arrastró los pies, pero no hubo forcejeo. Javier no lo podía creer y no habló hasta que papá estuvo dentro:—Pero, si no tiene cerradura, Justino. ¡¿No ves que no tiene cerradura?! —gimoteó.
Levanté el martillo frente a sus ojos.
—Javier, no te cagues en los calzones, y pásame los clavos.
Dos maderos crucificaron la puerta. No hubo gritos. La oscuridad había cubierto el maizal cuando entramos a casa. Sentí el calor del martillo quemando mi mano.
Había triunfado la sombra de papá.
***
[Será publicado en el Número 41 de la Revista La Pluma del Ganso, en la sección "Aquí está usted"]
<< Home