Historia con tarántulas V
Pocos saben que las tarántulas crecen mudando de piel. Difícil sospechar que las pilosidades sean partes de un exoesqueleto quitinoso susceptible de cambiarse, pero así es. Llegado el momento, cuando el arácnido no cabe más dentro de sí, se tumba panzarriba y queda quieto mientras una rajadura aparece y por ahí sale la tarántula ya crecida. Es la etapa más vulnerable en la vida del insecto.
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—¡Porque sí! —dijo iracundo, como si también él hubiese sido descubierto in fraganti. No hubo castigo: el niño escapó hacia el cañaveral y el padre tenía que ir al pueblo a comprar aceite para las lámparas.
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El hombre no muere por la mordedura, sino de miedo. En el rostro del mordido por el arácnido no hay paz, hay espasmo. Al igual que el ahorcado, el envenenado por la tarántula vierte su semen sin control, inútil instinto de supervivencia que, a diferencia de la mandrágora del colgado (no confundir con la Damianaturnera difussa), hace germinar violetas africanas.
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Cada tarántula se adapta a la persona que la cuida cuando vive en cautiverio. Forman un extraño lazo que puede desembocar en morbidez exacerbada. Esto no ha sido comprobado científicamente, pero hay muchos relatos que atestiguan el hecho.
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