Estación de Letras

Partir es madurar un poco. No madura quien no viaja. Dentro o fuera de la alcoba, lo que importa es trasladarse, perderse, encontrarse: viajar. Xavier Villaurrutia *** Página de invenciones, improvisaciones, ficciones-bonsai, en fin, escritos que aspiran a ser literatura cuando alguien más los lea. Textos de Gilberto Marti.

Mini-datos sobre el autor

Nombre: Gilberto Marti, de preferencia Marti. País: México.

Ciudad: Tlaxcala, atrasito de los volcanes. Ver perfil completo


NOTA: Los comentarios a los textos, por favor escribirlos en el enlace que está sobre el título de cada uno.


AVISO: Ya está lista nuestra nueva bitácora. Serán bienvenidos sus comentarios en Estación Crítica.

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viernes, julio 29, 2005

Arimán

Cuando el ruido terminó quedamos envueltos en la oscuridad. La falta de luz era tal, que no sabíamos si teníamos los párpados abiertos. Una voz dijo: “Encontré cerillos”. La débil llama nos atrajo y de las tinieblas emergió un círculo de rostros deslumbrados. Unos prendimos las luces; otros, salieron a los pasillos. El resplandor fue propagándose en cadena por todo el edificio. Había voces alegres que comentaban acerca de los que bajaron a la calle. Desde las ventanas vimos avanzar la serpiente de luz por las avenidas; iba contagiando de fulgor edificios, callejones y semáforos. Sobre la ciudad las nubes resplandecieron con tintes naranjas de lámparas mercuriales.

De pronto, otra vez el zumbido en el horizonte y el apagón. “¿Dónde está el de los cerillos?”, preguntó una voz delgada que se iba quebrando. “Creo que se quedó afuera”, respondió un niño. La mujer sollozó ruidosamente. Nadie logró recordar la ubicación de los apagadores. Poco a poco nos fuimos callando. El silencio me dolía en los ojos, en la piel. Sentado en el piso me puse a recordar las nubes anaranjadas, deseé con tanta vehemencia mirarlas de nuevo, estaba tan concentrado que, sólo más tarde, cuando sentí que yo era la mujer y el niño y el piso, escuché una voz que había dicho: “¿De dónde viene el resplandor? Es hermoso”.

Ahora estamos juntos, en la luz.

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jueves, julio 28, 2005

Fans

El juez los miró sin enfatizar los gestos, ladeó la cabeza para darles a entender que escuchaba. Uno de ellos habló:

—En cada reunión nos contaba historias que nadie creería: peripecias en Egipto a la sombra de las pirámides; naufragios en los mares del norte; persecuciones en Nueva York; saltos desde aviones sin combustible. Nos contó que lo secuestraron en Irak y amenazaron con decapitarlo, pero escapó.

—Ya entiendo: ustedes lo admiraban.

—Era nuestro héroe. Un artista del relato —respondió.

—Y entonces, ¿por qué matarlo?

—Una vez nos invitó a su casa. Queríamos leer sus manuscritos. En cambio, nos puso los videos: ahí estaba todo, incluyendo lo del escualo que mató a cuchillo y la fuga de Puerta Grande. ¿Se puede imaginar, señoría, lo que sentimos al verlo recargado en el tiburón, cuchillo en mano, sonriendo para la cámara…? Una porquería, pues.

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sábado, julio 02, 2005

Sin título: Óleo sobre tela

Sobre un fondo negro y espeso el artista trazó una línea blanca siguiendo el impulso de darle un contorno a la soledad que ahora nacía con la forma de una sábana clara, tenue por el repetido uso y por la pequeña cantidad de pintura que la espátula había recogido en la paleta. Con los pinceles rescató de la monotonía del negro una protuberancia para la rodilla que estaba debajo, para el cuerpo aún indefinido de la mujer sin rostro. No podía saber exactamente de dónde venía la luz, de qué lado, de qué invisible lámpara colocada en algún lugar por encima del plano de la cama.

—¿Y me quieres redimir? —dijo la voz, burlona—, ¿tú, un pobre muchachito de su casa, y además artista? —agregó la mujer sin apenas abrir los labios para sacar las palabras ásperas de su garganta, secas por un exceso de tabaco y el demasiado hielo en las bebidas de la noche anterior. Debía tener unos cuarenta años, al menos, aunque la voz se empeñara en darle más edad y menos esperanza.

Con el pincel más fino y una mezcla de ocre y blanco, el pintor le puso a la mujer, en el lado izquierdo, al “pobre muchachito”: un perfil difuminado hacia la zona de penumbra ante la cama, dándole la espalda, de frente al espejo que no era más que un pedazo negro destacado en la pared por unos toques de verde vejiga y amarillo. La figura estaba de pie y no podía sino escuchar mientras le daba tiempo al artista de ponerle un pantalón al frente, en el piso, una línea quebrada en azul oscuro interrumpida por un destello metálico en la hebilla del cinturón; nácar en la línea vertical de los botones de la camisa que seguía buscando los brazos de la silla donde la había encajado sin prisa, hace unas horas, antes de meterse en el lecho y después de alinear sus zapatos gastados bajo la cama. Debía moverse con seguridad, el muchacho, aun en la ausencia de luz, porque ya conocía la ubicación de los muebles en el cuarto. Ante la obligación de hacerlo responder a la pregunta, el artista le separó los labios con un trazo fino de su pincel más delgado, un esbozo de mueca deformando el comienzo de la mejilla imberbe que la mujer había estado acariciando antes de que el tiempo se acabara y comenzaran a pensar en silencio en el rito mecánico de comprarse unos minutos de olvido.

—Puta —murmuró sin rencor, dejando que la palabra se abriera paso con una explosión de saliva que el pintor representó con tres puntos plateados en medio del espejo—. Puta —repitió el muchacho, gratuitamente, sólo por sentir la posición que adoptaba su lengua dentro de la boca y recordar el ácido gusto de los pezones ajados que había estado lamiendo, succionando morosamente, mintiéndose, inventando la ciudad, el pueblo, una casa, la habitación que contuviera a otra mujer no tan blanca y más dulce, un cuerpo libre de piedad donde vaciarse pudiera significar acaso el comienzo de un destino más seguro, menos artístico y nauseabundo.

En ese momento de silencio, antes de que la mujer respondiera, él ya tenía la idea del cuadro: un fondo que se tragara toda la luz en rizos de aceite espeso para sacar de la nada los brazos, flojos de carne, cruzados tras la nuca con las manos perdidas entre la grosería del cabello verdadero, la peluca rubia abandonada sobre el buró como una medusa sin cuerpo que ostentara falsos poderes petrificantes.

Casi estaba terminado el cuadro. El artista exprimió, entre el negro y el blanco de titanio, un carmín violento, anticipando la furia de las pinceladas finales y las salpicaduras en el espejo, las marcas rojas de los dedos sobre las mejillas del hombre, el borroso manchón en el sitio del rostro debajo del cual aún escuchaba los gruñidos, las palabras como granos de arena oscura, borboteantes.