Estación de Letras

Partir es madurar un poco. No madura quien no viaja. Dentro o fuera de la alcoba, lo que importa es trasladarse, perderse, encontrarse: viajar. Xavier Villaurrutia *** Página de invenciones, improvisaciones, ficciones-bonsai, en fin, escritos que aspiran a ser literatura cuando alguien más los lea. Textos de Gilberto Marti.

Mini-datos sobre el autor

Nombre: Gilberto Marti, de preferencia Marti. País: México.

Ciudad: Tlaxcala, atrasito de los volcanes. Ver perfil completo


NOTA: Los comentarios a los textos, por favor escribirlos en el enlace que está sobre el título de cada uno.


AVISO: Ya está lista nuestra nueva bitácora. Serán bienvenidos sus comentarios en Estación Crítica.

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lunes, octubre 24, 2005

Poema 7: Ángel del sueño

Y aunque esté dormido seguiré despierto,
lenta cumple la amargura
sus torpes cruzadas de escarmiento
Y me duermo,
para estar despierto: me duermo
Morosas las letras formarán palabras
Felices cantarán canciones de cansancio
Para mejor lograr mi cometido
me sacaré el cuerpo como guante
Y escribiré cada noche que amanece mañana,
que la noche ya es mañana y no duermo.
En mi cuerpo ya no caben tantos ángeles exangües,
habré de cortarles las alas y ponerles mordaza,
y sentarlos a que escriban para que sientan sueño
y no dejarlos que duerman
Tengo sueño y tantas letras por delante
Tengo sueño y sólo dos ojos para negar al ángel
Al maldito ángel
Vale más que emprendas el vuelo, agita tus alas de cuervo
Te doy permiso de todo,
Pero no me cierres los ojos
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jueves, octubre 20, 2005

Poema 2 / Que se quede

Para que una mujer se quede
hay que abrirle la puerta
y pagarle sus pasajes
y hacerle sus maletas
Para que una mujer se quede
primero hay que encontrarla
y hacerla que se encuentre
no bastan un millón de flores y poemas
Para que una mujer se quede
hay que saber escucharla
no bastan los genitales
ni la sonrisa de un angel verdadero
Para que una mujer se quede
sólo hay un secreto
que por más lejos que vaya
te lleve corazón adentro.

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miércoles, octubre 19, 2005

Canción peregrina de las portaalizas y de los hortaaviones

De un instante a otro, sin aviso, torneos tortuosos de trompadas y trompicones entre taimados truhanes. Hartos de arteras hortalizas, los antes hortelanos, quienes habían cultivado lechugas orejonas, alcaparras para aviadores de alitas de oro, carilargos, en las pistas de los barcos berenjenas cultivaron. Baratas vendieron las verduras entre las tropas, a dos dólares por marine arrepentido, en especial a los que, volviendo derrotados, iracundos de Irak, irán a Irán con ironía, a nuevamente combatir a bombazos y misiles, trompicones y trompadas, a los pacíficos jeques del petróleo, a lanzarles portaalizas desde sus hortaaviones.

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martes, octubre 18, 2005

Isaac ha muerto

Bueno, sí. Eso: tengo que ayudarle al niño a hacer la tarea. Pero navegando en Internet he descubierto la nota acerca de la muerte de Isaac. Fue hace años. Pienso que ya estaba viejo y el ataque al corazón contribuyó eficazmente a poner fin a sus achaques.

Jamás sentí un especial apego a la Ciencia Ficción. En cambio, comenzó a interesarme el lado humano del científico y escritor: ¿Quiénes fueron sus padres?, ¿cuándo y en dónde nació?, ¿cómo fue que se interesó en la Ciencia? Y, sobre todo, ¿por qué siempre lucía graciosamente despeinado? Todas éstas cosas, y más, me estoy preguntando al saber que su muerte conmovió al mundo.
Voy a leer su Obra Completa, aunque el niño es terco y ha insertado otra vez un disco en mi sistema.
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martes, octubre 11, 2005

El portaaviones

En el funeral sus clientes dejaron legumbres selectas sobre su lápida con forma de portaaviones. Lo llamaban así porque le gustaba cultivar, como pantalla de otras especies mejor cotizadas, hortalizas. En lo suyo, era un detallista; en vez de flores, había que ver alguna de las canastas de mimbre cargadas de brócoli y espárragos, lechugas y zanahorias, que mandaba a sus clientas, y lo bien disimulado que iba el doble fondo con hojas de espinaca grandes y frescas.

Por más que la cicatriz que le cruzaba la cara le diera un aspecto fiero, él decía que era su pista de aterrizaje. No era un tipo pendenciero, no le agradaba llegar a las manos con proveedores de mayores alcances, ni con sus iguales o menores; de los primeros se mantenía alejado y a los otros los aquietaba con la Colt que su padre le había heredado. Bromeaba con eso: decía que a fulano lo había enfriado con una ‘col’ y, en efecto, junto al cuerpo siempre aparecía una de Bruselas. Como era lógico, además de sembrar vegetales, sembraba rencores. No supimos quién lo escabechó de dos tiros, pero junto a su cadáver encontraron un alcaucil y un ramito de brócoli. Nadie olvidará el catafalco naval ni la lluvia de ensalada con que sus clientas lo despidieron.

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lunes, octubre 10, 2005

Historia con tarántulas VIII / Final

—¿Dejarás que te muerda? —preguntó Javier, sosteniendo entre las manos el frasco.

—¡¿Que me pique esa cosa?! Ni loca —respondió indignada.

Javier la miró disgustado.

—Ya te dije que las tarántulas no pican, Mari. No tienen aguijón. Tienen colmillos; muerden, Mari, muerden.

—Es igual. Ni loca. ¿Por qué no le dices a Gabi?. O mejor que te pique a ti, si tanta curiosidad tienes.

—No es igual —respondió Javier. Puso cara de desconsuelo. Dejó el frasco sobre el buró y tomó el libro que estaba en la cama. Mari se quedó mirándolo mientras él buscaba la página donde había visto el dibujo—. Las mujeres son las que bailaban así —dijo al fin Javier, mostrándole la ilustración a Mari.

—¡Muchacho cerdo! A ver, ¿de dónde sacaste ese libro? Déjame verlo o le digo a tu papá —exclamó Mari.

Javier sonrió adelantando el libro hacia las manos de Mari. De pronto toda su fragilidad había coagulado en una sonrisa dura, había cristalizado en una seguridad que le hacía brillar los ojos terriblemente.

—Papá me lo regaló —dijo. Y echó a reír.

***

“Los síntomas que, según se creía, derivaban de los mordiscos de esta araña peluda [Lycosa], de apenas tres centímetros de longitud, eran de lo más variopintos; insomnio, llantos, convulsiones, alucinaciones, alteraciones de la percepción del color, estados melancólicos, etc. Manifestaciones patológicas que podían acabar en un fatal desenlace”.
***
Mossburgo estaba a un kilómetro del Ingenio, siguiendo el cauce del río, donde terminaba la terracería, pasando junto al lago. De ahí era Mari. Ahí regresó una tarde; la vieron pasar corriendo hacia las puertas del templo que tocó en vano hasta sangrarse los puños. Iba despeinada y con la angustia en el rostro, como la bailarina atarantada del libro de Javier.

***
—¿Lloras?—preguntó el niño. El murmullo de fondo suavizaba las palabras, los árboles se mecían brillantes contra un cielo bajo y plomizo.

—No. Pero préstame tu pañuelo —contestó ella, frotándose los ojos, el delineado negro convertido en falso moretón. El pañuelo era rojo y estaba un poco tieso. Miró de nuevo al niño que ahora tenía el cabello más escurrido. Sus manos estaban quietas y no parecían tarántulas; ya no más.

—¿Quieres seguir caminando? —dijo el niño, sus palabras se oían como saliendo de un disco viejo de acetato—. Ya no habrá más tarántulas, Gabi. Lo prometo —insistió mirándose las manitas.
Una ráfaga de viento los alcanzó de frente. Temblaron. Sus ropas estaban pegadas al cuerpo como piel de reptil.

—No extrañaré al viejo —dijo Gabi de pronto, elevando apenas la voz sobre el rumor incesante de los árboles—. No me arrepiento —concluyó; y con los hombros erguidos, sin mirar hacia atrás, empezó a caminar más rápido.

—¡Gabi! —gritó el niño—. ¡Espérame, Gabi! —Echó a correr tras ella. Gabi también aceleró el paso. Dejaron de sentir frío en cuanto el lago estuvo a la vista y la extensa fila de árboles se iluminó con relámpagos. Rieron cuando los goterones y granizos atacaron sus cuerpos. El niño arrojó la playera a un lado; Gabi los zapatos, la blusa. Un trueno cimbró la superficie del agua. Había muchos anillos concéntricos a su alrededor. Metidos hasta el pecho, de pie en el lago, se abrazaron en silencio. Ésta vez lloraban por ellos mismos; no por papá.

***
El cañero, a golpe de machete, le ha tumbado la casa. Se la ve librar los haces de caña, sube, baja; ora se detiene ora marcha. Allá va, con frenesí, desgreñada, toda pelos y octetos de ojos y patas, rodillas rojas y panza abotagada. Ya está casi a salvo, se ha detenido, observa por última vez el paisaje arrasado. Levanta dos patas, mueve los colmillos como si trajera la boca llena de briznas y tierra azucarada. Vuelve a caminar, esta vez sin prisa. En el borde del cañaveral se puede ver una larga línea zigzagueante, creciente oscura que morosamente va rompiendo en oleadas invasoras sobre el terreno colindante. Hordas calladas, miríadas de pelos y octetos de ojos y patas; despeinadas, se van perdiendo como peluquines rebeldes que el viento arrebatara.
Allá van. Terminó la zafra. Levantan dos patas: ¡Adiós, tarántulas, adiós!.

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viernes, octubre 07, 2005

Historia con tarántulas VII

¿Qué podía estar pensando Javier Cid en la primavera del año 1787? La experiencia en Italia lo había dejado impresionado: los cuerpos elásticos, el sudor y la bella música que tocaban para los atarantados. No sabía que sus manuscritos influirían de tal modo que, menos de un siglo después de sus demostraciones públicas en las plazas españolas (arañas y jovencitas bailarinas, instrumentos y una corte de ayudantes, él aplaudiendo al frente, haciendo apología de la terapia más alegre jamás vista), antes de pasado el siglo, decíamos, la Junta de Medicina, quién lo dijera, quién lo soñara, aprobó la tarantela como terapia. No pasó lo mismo con la Iglesia.
Fue el cardenal De la Rivera el que satanizó a Javier Cid, lo excomulgó, lo persiguió sin tregua hasta llegar al Atlántico, y sólo después de ver alejarse el barco con el Cid a bordo, respiró aliviado. Desde la cubierta llegaron a sus oídos las primeras notas frenéticas de la tarantela. La música se fue confundiendo con el sonido de las olas. El Cardenal se santiguó, dio un paso hacia su carruaje y sintió su pie hundirse en el montón de boñigas tibias de sus magníficos corceles árabes.

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“Cuando llegaron a América y vieron por primera vez esas enormes arañas, lo primero que se les vino a la mente fue la temida tarántula que ellos conocían y así fue como quedaron bautizadas”.

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Ahora sabemos que los arácnidos europeos, en especial los que pululaban en Tarento, durante el medioevo, no eran tarántulas sino otra especie conocida como araña-lobo (Lycosa tarentula). Lo cierto es que la Lycosa no tenía culpa de nada de esto, sino que era la Latrodectus tredecimguttata la verdadera culpable.

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jueves, octubre 06, 2005

Historia con tarántulas VI

En la región cálida de nuestra comarca, al centro-occidente, en la zona cañera de Mossburgo, hubo un caso hace más de diez años. Todo un linaje de cañeros, y el Ingenio cayeron en desgracia; casi se extinguieron por causa de la adopción de tarántulas como mascotas. La culpable no fue la tarántula de los cañaverales, sino una especie del Amazonas traída por capricho del hijo del cacique de apellido Moss.
En el antiguo Ingenio, hasta la fecha, florece el comercio de violetas africanas.

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De la pilosa mano del dios Pan, dice la mitología, se desprendieron las que más tarde, a salvo entre la hojarasca, serían las tarántulas macho.

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“La música de este baile era muy rápida, al compás 3/8 o 6/8. Lo mismo puede valer las jotas aceleradas, los fandangos o las folias. Al ritmo que marcan las castañuelas y el tambor, los envenenados danzaban agitados como manojos de nervios, hasta que caían exhaustos con las ropas empapadas de sudor”.

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Era imprescindible bailar dos o tres días seguidos, lo que aguantara el cuerpo. La bella niña de la piel trigueña, con la ropa pegada al cuerpo, mojada de sí, sudaba y sudaba. Alrededor, las miradas extasiadas de los hombres del pueblo. En verdad la había mordido una araña, la primera vez, al menos.
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martes, octubre 04, 2005

Las sombras de papá

Hace un rato terminé de clavar las tablas. El sol había estado alargando mi sombra durante varias horas, los martillazos hacían crecer la estructura del galpón. Concluía con el techo cuando Javier apareció.
—¡Otra vez papá! —gritó y se quedó esperando. Ésta vez no habría remedio. Apreté los dientes y el martillo; bajé por la escalera, y, mientras lo hacía, me percaté de que la montaña había ocultado mi sombra con la suya, el sol coloreaba cielo y nubes a lo Van Gogh—. ¡Date prisa! —chilló. No quise apresurarme, el remedio estaba en mis manos desde tiempo atrás, cuando mamá se fue dejando la nota: “No lo soporto. Escribiré cuando tenga paz”. Habían pasado un par de meses; aún estaría buscando la tranquilidad.
—Ya voy —respondí después de escupir los clavos que sobraban.
Javier tiró de la manga de mi camisa para hacer que me volviera. Papá nos observaba.
—Muchachos —vociferó—: ¿Llevaron el maíz al pueblo? Porque si no, a ver qué jodidos vamos a tragar mañana.
Javier apretaba mi brazo; tenía miedo.
—Sí, papá. Usted no se preocupe. Lo tengo previsto —dije al acercarme. No batallé para meterlo al galpón; arrastró los pies, pero no hubo forcejeo. Javier no lo podía creer y no habló hasta que papá estuvo dentro:—Pero, si no tiene cerradura, Justino. ¡¿No ves que no tiene cerradura?! —gimoteó.
Levanté el martillo frente a sus ojos.
—Javier, no te cagues en los calzones, y pásame los clavos.
Dos maderos crucificaron la puerta. No hubo gritos. La oscuridad había cubierto el maizal cuando entramos a casa. Sentí el calor del martillo quemando mi mano.
Había triunfado la sombra de papá.
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[Será publicado en el Número 41 de la Revista La Pluma del Ganso, en la sección "Aquí está usted"]

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lunes, octubre 03, 2005

Historia con tarántulas V

Pocos saben que las tarántulas crecen mudando de piel. Difícil sospechar que las pilosidades sean partes de un exoesqueleto quitinoso susceptible de cambiarse, pero así es. Llegado el momento, cuando el arácnido no cabe más dentro de sí, se tumba panzarriba y queda quieto mientras una rajadura aparece y por ahí sale la tarántula ya crecida. Es la etapa más vulnerable en la vida del insecto.

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—¡Porque sí! —dijo iracundo, como si también él hubiese sido descubierto in fraganti. No hubo castigo: el niño escapó hacia el cañaveral y el padre tenía que ir al pueblo a comprar aceite para las lámparas.

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El hombre no muere por la mordedura, sino de miedo. En el rostro del mordido por el arácnido no hay paz, hay espasmo. Al igual que el ahorcado, el envenenado por la tarántula vierte su semen sin control, inútil instinto de supervivencia que, a diferencia de la mandrágora del colgado (no confundir con la Damianaturnera difussa), hace germinar violetas africanas.

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Cada tarántula se adapta a la persona que la cuida cuando vive en cautiverio. Forman un extraño lazo que puede desembocar en morbidez exacerbada. Esto no ha sido comprobado científicamente, pero hay muchos relatos que atestiguan el hecho.

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