—¿Dejarás que te muerda? —preguntó Javier, sosteniendo entre las manos el frasco.
—¡¿Que me pique esa cosa?! Ni loca —respondió indignada.
Javier la miró disgustado.
—Ya te dije que las tarántulas no pican, Mari. No tienen aguijón. Tienen colmillos; muerden, Mari, muerden.
—Es igual. Ni loca. ¿Por qué no le dices a Gabi?. O mejor que te pique a ti, si tanta curiosidad tienes.
—No es igual —respondió Javier. Puso cara de desconsuelo. Dejó el frasco sobre el buró y tomó el libro que estaba en la cama. Mari se quedó mirándolo mientras él buscaba la página donde había visto el dibujo—. Las mujeres son las que bailaban así —dijo al fin Javier, mostrándole la ilustración a Mari.
—¡Muchacho cerdo! A ver, ¿de dónde sacaste ese libro? Déjame verlo o le digo a tu papá —exclamó Mari.
Javier sonrió adelantando el libro hacia las manos de Mari. De pronto toda su fragilidad había coagulado en una sonrisa dura, había cristalizado en una seguridad que le hacía brillar los ojos terriblemente.
—Papá me lo regaló —dijo. Y echó a reír.
***
“Los síntomas que, según se creía, derivaban de los mordiscos de esta araña peluda [Lycosa], de apenas tres centímetros de longitud, eran de lo más variopintos; insomnio, llantos, convulsiones, alucinaciones, alteraciones de la percepción del color, estados melancólicos, etc. Manifestaciones patológicas que podían acabar en un fatal desenlace”.
***
Mossburgo estaba a un kilómetro del Ingenio, siguiendo el cauce del río, donde terminaba la terracería, pasando junto al lago. De ahí era Mari. Ahí regresó una tarde; la vieron pasar corriendo hacia las puertas del templo que tocó en vano hasta sangrarse los puños. Iba despeinada y con la angustia en el rostro, como la bailarina atarantada del libro de Javier.
***
—¿Lloras?—preguntó el niño. El murmullo de fondo suavizaba las palabras, los árboles se mecían brillantes contra un cielo bajo y plomizo.
—No. Pero préstame tu pañuelo —contestó ella, frotándose los ojos, el delineado negro convertido en falso moretón. El pañuelo era rojo y estaba un poco tieso. Miró de nuevo al niño que ahora tenía el cabello más escurrido. Sus manos estaban quietas y no parecían tarántulas; ya no más.
—¿Quieres seguir caminando? —dijo el niño, sus palabras se oían como saliendo de un disco viejo de acetato—. Ya no habrá más tarántulas, Gabi. Lo prometo —insistió mirándose las manitas.
Una ráfaga de viento los alcanzó de frente. Temblaron. Sus ropas estaban pegadas al cuerpo como piel de reptil.
—No extrañaré al viejo —dijo Gabi de pronto, elevando apenas la voz sobre el rumor incesante de los árboles—. No me arrepiento —concluyó; y con los hombros erguidos, sin mirar hacia atrás, empezó a caminar más rápido.
—¡Gabi! —gritó el niño—. ¡Espérame, Gabi! —Echó a correr tras ella. Gabi también aceleró el paso. Dejaron de sentir frío en cuanto el lago estuvo a la vista y la extensa fila de árboles se iluminó con relámpagos. Rieron cuando los goterones y granizos atacaron sus cuerpos. El niño arrojó la playera a un lado; Gabi los zapatos, la blusa. Un trueno cimbró la superficie del agua. Había muchos anillos concéntricos a su alrededor. Metidos hasta el pecho, de pie en el lago, se abrazaron en silencio. Ésta vez lloraban por ellos mismos; no por papá.
***
El cañero, a golpe de machete, le ha tumbado la casa. Se la ve librar los haces de caña, sube, baja; ora se detiene ora marcha. Allá va, con frenesí, desgreñada, toda pelos y octetos de ojos y patas, rodillas rojas y panza abotagada. Ya está casi a salvo, se ha detenido, observa por última vez el paisaje arrasado. Levanta dos patas, mueve los colmillos como si trajera la boca llena de briznas y tierra azucarada. Vuelve a caminar, esta vez sin prisa. En el borde del cañaveral se puede ver una larga línea zigzagueante, creciente oscura que morosamente va rompiendo en oleadas invasoras sobre el terreno colindante. Hordas calladas, miríadas de pelos y octetos de ojos y patas; despeinadas, se van perdiendo como peluquines rebeldes que el viento arrebatara.
Allá van. Terminó la zafra. Levantan dos patas: ¡Adiós, tarántulas, adiós!.
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