Estación de Letras

Partir es madurar un poco. No madura quien no viaja. Dentro o fuera de la alcoba, lo que importa es trasladarse, perderse, encontrarse: viajar. Xavier Villaurrutia *** Página de invenciones, improvisaciones, ficciones-bonsai, en fin, escritos que aspiran a ser literatura cuando alguien más los lea. Textos de Gilberto Marti.

Mini-datos sobre el autor

Nombre: Gilberto Marti, de preferencia Marti. País: México.

Ciudad: Tlaxcala, atrasito de los volcanes. Ver perfil completo


NOTA: Los comentarios a los textos, por favor escribirlos en el enlace que está sobre el título de cada uno.


AVISO: Ya está lista nuestra nueva bitácora. Serán bienvenidos sus comentarios en Estación Crítica.

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viernes, abril 29, 2005

Cantar de las grandes y breves prendas donde no estás

Mientras abajo están dispersas —en el piso, el buró, y la cabecera de mi cama—, en el techo del condominio hay camisas de mangas victoriosas extendidas al viento de un mediodía de azotea; suéteres eufóricos que han perdido la cabeza y cuelgan, simples torsos ondulantes, al lado de la falta de piernas resuelta en pantalón o minifalda; la ausencia de mis pies convive, a la izquierda, con el escandaloso no estar de mi vecina en el breve nailon de su tanga y el sostén. Las sábanas se agitarán el fin de semana en el tendedero, estandartes alegres, ausencia de dos.

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Mucho ángel

Aquel armadillo era cautivador, tenía tanto ángel que al hacerse bolita las alas le quedaban de fuera, ligeramente arrugadas.

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jueves, abril 28, 2005

Discurso amoroso del cautivo

Diáfanas las aguas que me ven de hinojos en la orilla; dulces cantos de aves me rodean en vano, porque en verdad sólo quiero escuchar la voz del río:
—Miro que me miras y en tus ojos se pierden los míos, ondulan, se entusiasman con la débil sospecha, apenas un pequeño brillo pudoroso, que de inmediato conviertes en recelo. Sonríes y me cautivas, y por lo mismo te cautivo. Ya no basta el resplandor de tus caireles ni los intentos medrosos por hacer tuya mi cara. No veo el cuerpo que ocultas a mi vista; apenas me regalas un hombro desnudo y visiones fugaces, como un sueño, de tus manos blancas. Ansío el abrazo de tu pasión jamás estrenada, y aborrezco el desdén con que me tratas. Y si tocaras mis ojos, la humedad que los perturba, quizá pudiese ofrecerte un más allá, florido y puro, un murmullo perpetuo de aguas mansas, un botón para que en mí germines y rindas los pétalos mullidos de tu aún infancia. ¿Cuánto más? ¿Cuánto tiempo más me dejarás con los brazos abiertos y el cuerpo temblando, regocijado en humedades profundas de reflejos cristalinos? ¿Cuánto más, mi fiel Narciso?.

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lunes, abril 25, 2005

Búfalo Pérez

“Volvió a saludar con la mano, con el gesto
seco que hubiera usado el posible Baldi.”
J.C. Onetti

Desde la cumbre de sus ojos, Búfalo Pérez oteó la pradera monótona de computadoras prendidas y cabezas apagadas. Miró la salida y se dejó crecer un poco más la barba. Las lámparas de neón parpadearon y entonces avanzó por el pasillo de la caballeriza. Los caballos piafaron inquietos al sonido de las espuelas. En el umbral vio sentado al comisario con el rifle entre las rodillas. “Ahora vuelvo, voy por cigarros”, le dijo sin voltear a verlo. Abrió la puerta y, corriendo entre enfurecidos autos, atravesó la calle.

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Smoking around

Fastidiado, tomó su abrigo y dijo: “Ahora vuelvo, voy por cigarros”. Caminó varias cuadras, tomó un café y otro, otro café mientras redactaba su renuncia, y cuando regresó, las torres gemelas ya no estaban ahí.

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Mujer con mosca en el metro de Manhattan

Sacó del bolso el labial y el espejo, después el delineador y máscara para pestañas; se dio un retoque ligero al maquillaje ahí donde sentía más las arrugas. De nuevo ha perdido la mirada en la oscuridad, interrumpida de vez en vez por las lámparas del túnel. El metro deja atrás el centro de la ciudad, los problemas. El hombre sentado enfrente no ha dejado de mirarla. Es un tipo de mirada bonachona, viste traje gris a cuadros y corbata amarilla. Falta una estación para llegar a la terminal, ellos dos son los únicos pasajeros, ella busca en el bolso hasta que sus dedos encuentran; el tren frena, las luces se apagan y se escuchan las detonaciones. Al prenderse las luces el metro arranca. Con la cabeza recargada en la ventana mira una mosca que avanza lentamente, crece a medida que se aproxima al rostro, es una mosca grande, muy grande. Ahora el hombre está en el piso, la mosca crece, crece, ocupa el vagón entero. Estación terminal, abren las puertas, ella sale, cruza el puente y espera el tren de regreso. Es el último viaje antes de que termine el servicio, suben dos caballeros, ella entra, pasa desapercibida, vuela un poco más y se posa en el vidrio.

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miércoles, abril 06, 2005

De vuelta en la biblioteca

Despeinado, el poeta enfermo caminó de vuelta a la biblioteca. Primero avanzó derecho; luego, cambió de acera: un guiñapo en la banqueta, es el perro, ya no aúlla, moscas vuelan, puesto de lotería. “La muerte de mosca se muestra y de móviles vermes semilla siembra”, pensó, murmuró, apretándose las narinas.
A los pocos pasos vio venir una pareja de enamorados:
¡Quién fuera más joven! Amor de caramelo, voz chillante, meliflua, saliva y azúcar tus besos, chuic-chuic, llenando de abejas los oídos y demás cursilerías. El aprendiz de juglar regresa, cuaderno bajo el brazo, entre sus hojas el disco y el sobre con seis fotografías (tres-cuartos), cuaderno con espejo trizado.
—¿Nombre? —dijo la bibliotecaria, dedos listos en la pluma, pluma sobre el formato “nuevo-lector-registro”.
Inútil preguntar si es realmente necesario, el nombre. Me armo de valor, digo:
— Fernán.
—¿Apellidos?
—Pérez Maqueda.
No fue difícil. Lo ha escrito. Ampulosa letra antigua, trazos redondos, firmes, manuscritos. Ahora me mira:
—¿Trajo sus fotos? Póngales su nombre atrás, no me escriba garabatos. Mientras, páseme las fotocopias y su credencial. El resto, blablá, pega fotos, una al archivo otra a la mica, Biblioteca Central, nombre de usuario: Fernán. Ah, vaya, código de barras, ¿será china la mica?. La mica china, mi cachimba...
—Listo, ya puede solicitar libros. Dos días de prestamo externo, hasta tres libros. Si hay un solo ejemplar: no sale, sólo consulta interna. Por favor se lava las manos: la grasa afecta el papel de los libros.
Libros, libros, cuántos libros, cuántos pasillos, y se trata sólo del primer piso.

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Tiempo embotellado

Hoy, que los tiempos no andan para Rolex y siete de cada diez personas pasan doce horas al día atados a un reloj chino, me interesa escribir sobre la naturaleza de la atracción irresistible que siento por mi reloj de arena.
Si te regalan un Rolex, lo verás precioso; si te regalan un reloj chino, apreciarás lo práctico. Entonces, ¿qué me atrae de mi reloj de arena? Su estética: su forma es bella, como el número ocho, como el símbolo del infinito, como el número tres reflejado en el canto de un espejo; me gusta el brillo de los bulbos, el color de la arena, el material del marco y el trabajo, más o menos artesanal, que implica. Sin embargo, hay algo más allá de lo visible: con un reloj de arena la ilusión de poseer el tiempo adquiere un grado menos de incertidumbre porque ¿quién no se queda embelesado al poner a funcionar el artefacto y ver cómo caen los minutos, forman un cono en el bulbo de abajo, un vórtice en el de arriba, y sientes una angustia que crece como si fueras uno de esos, pequeños granos de arena precipitados a un abismo que recomienza cada vez que giramos el infinito enmarcado? La fascinación que sentimos no es porque la arena que cae simbolice la vida que se nos escapa, sino por la posibilidad que tenemos de girar el reloj una vez más y ver pasar los granos de arena que, por supuesto, nunca son los mismos, y pensar que la vida pueda ser algo como esto.
Marzo 6 del 2005

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Manera festiva de romper espejos (intermezzo)

La necedad busca gardenias y labios, se vuelve fantasma del páramo que antes era jardín de abrazos, redil perfecto de sonrisas. ¡Que vuelva a llenarse de tus manos y miradas tiernas el terco erial de mis espejos! Y es que ahí, en el mercurio enmarcado, no te veo, sólo me miro a mí, a veces, cuando el azogue pasa por alto lo que tengo de quimera y refleja las noches en que no duermo, ocupado en librarme de tanta y tanta palabra. Aún así, me rebelo, me revelo y rompo —¡qué alegre, cómo suenan, tercos, trozos, rotos!—, los espejos.